Monday, June 12, 2017

Itia Domínguez Rosales: "Lo más valioso de un cantante es el control de su voz"


La versátil mezzosoprano Itia Domínguez Rosales se presentará este sábado 17 de junio de 2017 en el Auditorio Francisco Eduardo Tresguerras, de Celaya, Guanajuato. La polifacética intérprete, a quien el público habitualmente puede disfrutar en sus apariciones con Solistas Ensamble del INBA y en Myst: My Soundtrack, ofrecerá un rico programa Broadway, con reconocidos pasajes de West Side Story, The Wizard of Oz, Evita, Wicked, Les Misérables, Cats, Chicago y The Phantom of the Opera.

En el concierto, Itia será acompañada por diversas voces jóvenes del Conservatorio de Música de Celaya, una veintena de bailarines y la Orquesta Sinfónica Juvenil Silvestre Revueltas, bajo la batuta del maestro Antonio García. La intención es clara: brindar un gran espectáculo musical al público celayense para que pueda atesorarlo en su memoria.

En inmejorable contexto, posteo la entrevista que le realicé a la cantante hace algunos meses, y cuya versión compactada se publicó en la revista Pro Ópera, en noviembre del año pasado. A continuación, dejo el director's cut de esta interesante conversación sobre música vocal:


Itia Domínguez Rosales:
"Lo más valioso de un cantante es el control de su voz"
Por José Noé Mercado


En la rojilla y mitificada Cuba de los años 80, esa que saltó al imaginario colectivo entre otras razones por el éxodo de Tony Montana en la cinta Scarface de Brian de Palma que seguía de cierta forma senderos fílmicos transitados por Francis Ford Coppola en The Godfather Part II, una niñita rubia y mexicana se enamoró del canto.

La pequeña rondaría los tres años de edad y  había sido avecindada en la isla debido al trabajo diplomático de su padre. Ya desde entonces percibía que estaba en un país en el que la música formaba parte sustancial de la vida de sus habitantes. Y para ella, para su existencia, los sonidos musicales, los ritmos, los géneros que escuchaba a su alrededor, habrían de convertirse no sólo en un gusto irrefrenable, sino en un destino profesional.

Esa chica descubriría su voz de manera anecdótica, chistosa, en un cuarto de baño humedecida y con espuma jabonosa resbalando por su cuerpo, mientras su madre la duchaba.

Itia Domínguez Rosales, hoy mezzosoprano, maestra de la Universidad Anáhuac del Sur e integrante del grupo Solistas Ensamble del Instituto Nacional de Bellas Artes, recuerda así su infancia, que fue la puerta de entrada para su futuro musical: “Mi mamá siempre fue una persona completamente de izquierda. Ella me bañaba y me cantaba el Himno Comunista. Yo tenía tres años de edad y ya me lo sabía porque lo cantaba con ella todo el tiempo, así como también todo tipo de canciones revolucionarias. Luego aprendí cosas más ligeras como Tania Libertad y Pablo Milanés. Pero para mí, ese lazo con mi mamá era grande e importante, porque partía de que yo deseaba cantar como ella. La escuchaba y decía: canta hermoso. Por ello, cuando me encontraba sola, jugaba a cantar como mi madre. Por supuesto, después empecé a cantar lo que me gustaba a mí, hasta que entré en una escuela de iniciación musical y me pusieron repertorio que era cómodo para una niña, como yo”, explica en entrevista.



El retorno de Itia a la patria

La pequeña también probó suerte con algunos instrumentos para descubrir qué era lo que verdaderamente le fascinaba al hacer música. Si por eso su papá le regaló una guitarra, luego dos, tres y cuatro, sin que lograra hacer click con ellas, puesto que lo que le atraía, lo que le hacía sentir cómoda, era el canto.

Así fue hasta la adolescencia, cuando a los trece años de edad regresó con su familia a México y tuvo que dejar de lado la música por un tiempo, ante el cambio y descontrol que implicaba su retorno a nuestro país. “Fue difícil acoplarme, porque me encontré con otro tipo de sociedad, una que no conocía luego de estar fuera de ella durante años”, asegura.

Pasó el tiempo y a su madre, médico de profesión, le otorgaron la dirección de un hospital en Celaya, Guanajuato. Itia se sintió feliz, porque descubrió que en aquella ciudad del Bajío estaba el Conservatorio de Música y Artes de Celaya, en el que ingresó a la edad de diecisiete años.

“En ese entonces, era una iglesia habilitada como escuela de música gracias a que un sacerdote consiguió los apoyos necesarios”, rememora la entrevistada. “Las bancas las había donado una escuela que ya no las quería, había sólo cuatro pianos y poco más. Pero había muchos maestros rusos que iban de Querétaro y Guanajuato que le echaban muchas ganas para brindar una buena base musical a los alumnos. Los conocimientos musicales que tengo, la teoría fundamental, que considero bastante sólida, son gracias a ese conservatorio”.

A la vez, aquella chica de belleza rubia, pero desde entonces distanciada del estereotipo stupid blonde en el que más de una persona se equivocó en clasificar, cursó la preparatoria como parte de una formación integral, antes de volver a la Ciudad de México, donde decidió emprender una licenciatura.

Hizo exámenes para la Escuela Superior de Música del INBA y la Escuela Nacional de Música de la UNAM para ver en cuál de ellas se quedaba. Para su sorpresa, se quedó en ambas. “Le pregunté a mi mamá: ¿y ahora qué hago?”, relata la cantante. “Y ella me respondió: pues estudia en las dos. Así que en la mañana iba a la Superior y en la tarde, nada más comía, me iba a la Nacional. Además, quedaban súper cerca y aprovechaba para irme caminando”.

Pero llegó un momento en el que Itia tuvo que decidirse por un maestro de canto. “No era sano para mí escuchar diferentes opiniones, que quizás te querían decir lo mismo pero a la vez eran distintas”, apunta. Por eso en la Escuela Nacional opté por aprender otro instrumento. “Le dije a mi papá que me comprara una flauta, estudié intensivamente tres semanas para aprobar la audición y me quedé en flauta. Así estuve dos años. De hecho, consideré la flauta como una herramienta para mejorar mi canto porque el cantante utiliza como base el aire y un flautista necesita el control del aire absoluto, así que eran disciplinas complementarias”.

En el año 2002, consiguió una beca del Conaculta y una vez que quedó atrás su experiencia con la flauta, se dedicó por completo y con toda tranquilidad a concluir la carrera de canto en la Escuela Superior.

Tráigase unas zapatillas

La reconocida mezzosoprano Maritza Alemán fue la única maestra de canto de Itia Domínguez durante su etapa escolar. “Cuando salí de la licenciatura comencé a buscar otros maestros e incluso cursos con maestros extranjeros, interesada en que me escucharan, pero sobre todo en escucharlos yo a ellos”, relata la entrevistada con ciertas reservas sobre esas clases con maestros de ocasión. “En mi perspectiva, difícilmente puedes tener una buena clase con un maestro que  tiene demasiado que enseñarte en un tiempo muy corto. Se entra en una especie de tensión: el maestro por enseñarte y tú por querer aprender. A mí no me ha funcionado. Pero me gusta escuchar lo que tienen que decir sobre mi voz y sobre mi canto, porque es algo que puedo absorber, que me puedo llevar para experimentar en mí y hacerlo práctico en mi canto”.

Por eso, Itia considera a Maritza Alemán como persona fundamental en su carrera. Aunque la primera lección que aprendió de ella, cuando llegó a su clase, fuera algo bochornosa. Y, en rigor, no fuera la única de ese estilo. “Es que yo llegué en tenis a su clase. Me dijo: se me regresa a su casa y se pone unos zapatos, porque usted es una cantante de ópera y no puede venir vestida así. Le dije: pero es que me vengo caminando de mi casa. Y respondió: pues tráigase unas zapatillas en su mochila y cuando venga al aula se las pone. Usted tiene que lucir como una cantante si va a cantar ópera. Y si no se ve así, como una cantante que respeta lo que está haciendo, ¿quién la va respetar? Nadie”.

Pero aquello tenía una razón de ser, según aquella jovencita que no sólo comenzó a calzar las zapatillas, sino que hasta el día de hoy suma a su natural vanidad femenina un férreo cuidado de su imagen visual. Escénica. “Maritza cantó muchos años en Europa”, explica. “Acumuló mucha experiencia y solía detectar fácilmente las cualidades para que un joven pudiera desarrollar una carrera. Cuando yo era más joven me encantaba usar pulseritas, pero un día la maestra llegó y me las cortó con unas tijeras”.

En la muñeca izquierda de Itia lucen un par de pulserillas durante la conversación, lo que pese a todo lo referido parecería una muestra de carácter y tenacidad. Quizás esos dos elementos le impulsan a realizar múltiples actividades simultáneas en una agenda que suele comenzar en los primeros minutos del día. Raro sería que no utilizara la silenciosa complicidad de la madrugada para estudiar cierta partitura o las adultas horas de la noche para seleccionar el programa musical de algún proyecto, porque el resto del día lo tiene ocupado.    

“Y Maritza era así en todos los sentidos”, continúa la protagonista de esta historia. “En todo se fijaba a partir de su experiencia. Un día canté un recital de Mozart en la escuela. Terminé, me abrazó y me dijo: oye, Itia, felicidades. Qué bonito tu vestido. La verdad yo pensé que no acabarías de cantar porque ibas muy mal y lo hiciste muy feo, pero por lo menos tu vestido está muy bonito. Luego lo agarró de bullying contra mí y en otras ocasiones me decía: qué bonito tu vestido, pero ése no canta. Ponte a estudiar. Era muy estricta y lo hacía con el propósito de sacar lo mejor de ti. Me enseñó mucho en lo personal y en lo musical desde la primera vez, desde su experiencia de haber sido una gran cantante”.



—¿Qué tan recto o sinuoso fue tu proceso de formación vocal?

—Fue difícil. Cuando empecé a cantar en el Conservatorio de Celaya era de edad muy pequeña. Entonces, obviamente el repertorio era de soprano. Por eso siempre experimentaba no dificultad —porque las notas las tenía— sino cierta incomodidad. Como no me sentía muy cómoda, llegué a sentir que cantar no era lo que tenía que hacer en la vida.

Cuando empecé a estudiar con Maritza, me dijo: vamos a cantar todo por tu edad. Todo lo que haya que cantar, lo haremos. Y de repente me ponía arias de soprano y luego de mezzo,  para encontrar esa comodidad  sin que me estresara, sin que me saliera de la cabeza: mezzo, no; soprano, no; sino del instrumento, de mi propia voz. En ese proceso hubo baches enormes donde me perdía y de plano no sabía para dónde emitir, al grado de sentarme en el piano a llorar y pensar: ya no voy para ningún lado, me lastimé o algo me pasó.

—Al estar aquí, hoy, deduzco que no fue así…

—No era así. La verdad tuve mucha paciencia con Maritza y ella conmigo muchísimo más, porque a veces le lloraba y le decía: ya, renuncio, ya no puedo hacer esto. Hasta que de repente fui encontrando el camino. Ella siempre me dijo algo que nunca olvido: yo te voy a enseñar a cantar, pero cuando realmente vas saber cantar será cuando ya no te dé más clases. Entonces aprenderás a resolver una partitura por ti misma.

En ese momento no lo entendí. Terminé la carrera, incluso los sinodales de mi examen profesional me dieron diez, ni yo me lo creía. Y un día de pronto me dije: ahora ya no tengo maestra, ¿qué voy a hacer? A la vez me salieron compromisos de trabajo ya como cantante profesional y me preguntaba: ¿quién me va a revisar? En la escuela tenía un repertorista, tenía a mi maestra y de pronto ya no tenía a nadie. Tenía que hacerlo yo sola y no medianamente bien, sino como una profesional, como si yo tuviera que enseñarme a mí misma y a otros.

Mi voz cambio de ser la de una estudiante a la de una cantante profesional. Ahí me di cuenta, experimentando con mi voz, con el sonido, con el repertorio, de la verdad de aquella frase de Maritza Alemán. Comencé también a impartir clases de canto y me di cuenta de que aprendía de enseñar, de escuchar cosas que no estaban bien, y en ese proceso percibía que yo también hacía algunas cosas mal, pero a través de ese camino de enseñanza encontré la forma de hacerlas bien. Cuando superé esa etapa, mi voz comenzó a funcionar de otra manera.

—El cambio de chip de estudiante por uno de profesional puede ser traumático…

—Creo que en el canto, pasar de alumno a profesional es muy complicado porque todos tenemos el miedo humano a ser juzgados. Y en tu proceso de estudiante sólo vives para ser juzgado todo el tiempo, casi nada te es aplaudido. Si realizas un recital de canto van a estar tus profesores y van a ver tus cualidades, pero sobre todo tus defectos, lo que haces mal. Para corregirlo, obviamente, pero en tu cabeza está presente el dedo juzgador que se vuelve muy difícil de sobrellevar.

En el momento en el que decides ya no sufrirlo porque pasas de esa etapa a otra, en la que asumes que debes entregar algo a la gente ya como profesional, a la gente que está ahí frente a ti, escuchándote, todo cambia.

—El escenario, en ese sentido, puede llevarte a la mayoría de edad artística…


—Sí. Un maestro de teatro, una vez, me hizo entender que un espectador viene a la ópera, al teatro, a una sala de conciertos, con el deseo de que el intérprete lo saque, aunque sea por un segundo, de su realidad. El público quiere ser transportado a otro lugar y eso tiene que ser tu finalidad como artista. Cuando no lo logras porque estás preocupado por las notas o si estás tenso porque te van a juzgar o porque se te va a quebrar la voz, no pasa nada, no vas a lograr el objetivo. Y eso es lo peor que te puede pasar como artista, que no pase nada y la gente salga de verte tal como entró, sin experimentar nada. Eso me quedo muy grabado en la mente en ese período de transición y lo volví mi finalidad.



—En los últimos meses el público ha podido escucharte en obras, géneros, compositores, épocas y formas de hacer música muy variadas y contrastantes. ¿Cómo logras esa versatilidad?

—Canto lo que a mí me gusta, lo que no me gusta no lo cantó así me digan que está padre o que el compositor se rayó. Al principio, cuando estás iniciando, obviamente cantas todo lo que te dan. Pero en todo caso, siempre la música tendrá algo que aportar. Un coach me dijo una vez: si la música está fea y te sale fea, es tu culpa. Y sí, hasta de una partitura no muy agraciada puedes hacer algo lindo, darle una interpretación digna.

Ahora siento muy cómoda mi voz, tanto en lo clásico como lo popular. Cantó lo que me apetece, no necesita ser de alguien consagrado. He participado, por ejemplo, en el Foro de Música Nueva y me encanta, aunque todo el mundo lo odia, porque es una forma de mantener viva la música. No todo el tiempo se puede hacer repertorio de hace trescientos años, que está muy bien, es maravilloso, pero las mentes se renuevan, las sociedades cambian y su música también.

También creo que lo más valioso que puede tener un cantante es el control de su voz, la técnica y tu voz es una misma, lo que quizás cambia es la emisión, eso puede ser diferente. Pero lo importante es tener el control de tu instrumento en esos géneros distintos y lograr que tu voz se ajuste. Ahí hay un conocimiento que puedes integrar a tu canto. Lo que sigue es permitírtelo, atreverte. Puede que no quieras o no te interese. Pero puedes dominarlo, pues un género no está peleado con otro, aunque claro que también hay que saber diferenciarlos y ubicar los repertorios que te quedan. Hay algunos que por tu constitución física, incluso por tu raza o por algunos otros factores, no te quedan, pero eso lo puedes identificar en cinco segundos.

—¿Cuál es entonces tu centro gravitacional como cantante?

La ópera es lo que más me gusta. Y dentro de este género, mis personajes favoritos nunca son los principales. Me encanta ser la cómplice. Eso me fascina. Disfruto más ese tipo de personajes que el cantar roles protagónicos.

—¿Cuál es la razón? ¿Ésa es tu personalidad?

—Creo que sí, no me lo había preguntado. ¡Lo voy a consultar con mi psicoanalista! Pero fuera de bromas, lo cierto es que prefiero siempre un personaje cómplice que un principal. El drama está muy bien, tirarte al llanto, o ser la bonita de la fiesta. Pero lo otro es algo que me entra en la vena y es una manera muy particular y muy personal de disfrutar los personajes. Pienso que es porque asumo que el protagonista de una historia necesita un cómplice, alguien en quien recargarse, un apoyo, una contraparte que le impulse a realizar sus acciones, a quebrarse.

—Dame ejemplos que hayas interpretado bajo esa óptica...

Eso lo disfrute mucho cuando hice el papel de Bianca en La violación de Lucrecia de Benjamín Britten, porque fueron momentos muy fuertes que te transportan a la vida real. Un personaje abusado es muy triste, pero es más triste ser el que lo ve; es más doloroso ver y no poder hacer nada o a la mejor sí poder pero no atreverse. Ese tipo de personajes se vuelven cómplices, hasta un punto psicópata y me encanta interpretarlos.


Participé en Hansel y Gretel de Engelbert Humperdinck e hice La bruja. ¿Quiénes son Hansel y Gretel sin una bruja? La grabé y disfruté mucho cantarla porque además todas las mujeres en su momento quieren ser una bruja y carcajearse de sus maldades. Hace algunos meses volví a esa ópera, pero canté el Hansel, que me gustó, es lindo, es principal, pero definitivamente no es La bruja. Cuando hice El niño y los sortilegios de Maurice Ravel dije: qué aburrido niño, porque había múltiples cosas-personajes a su alrededor mucho más divertidas que él. En El doctor milagro de Georges Bizet fui La mamá. La adaptación del libreto me gustó mucho porque era una madrastra inmadura que de repente pelea con la hija de su esposo, una especie de mamá hermana cuyo grado de inmadurez fue muy divertido de representar.



—Cuéntame de tu faceta docente. Aparte de haber dado clases particulares, impartes en la Universidad Anáhuac del Sur, con la particularidad de que lo haces para jóvenes de carreras distintas al canto y a la música y constantemente presentas programas musicales con esos alumnos.

—Ha sido un reto bien padre que el destino me puso enfrente. Me hablaron de esa universidad, interesados en que formara parte de su cátedra, pues me explicaron que la escuela tiene una orientación humanista y buscaban humanizar a los estudiantes proporcionándoles bases culturales que ayudarán a elevar su calidad educativa. Me contaron que habían llevado eminencias y personalidades auténticas de la música y que no había funcionado, pues sólo se interesaban cinco o seis muchachos.

Así que preparé una propuesta pensando que no soy tan vieja, que estoy cerca de los chavos, preguntándome qué es lo que me hubiera gustado a mí tener en una universidad si no fuera músico sino veterinario o arquitecto y aun así me interesara cantar. Busqué que el proyecto fuera formativo y que tuviera un sentido de aprendizaje. Me concentré en música ligera. Empecé con Los Beatles, con un programa basado en la cinta Across the Universe; hice audiciones para los personajes porque pienso que una audición también es formativa y como era una película tuve que hacer la adaptación y el guión porque no existía. Así lo hicimos, lo presentamos y los muchachos se interesaron en seguir cantando.

—Como un capítulo de Glee

—Sí,  todo mundo me lo decía. Pero lo importante es que desde ese primer programa los muchachos tienen que llevarse algo aunque sean de otras carreras, las actividades está diseñadas para que se empapen de cultura musical. Por eso les preparo una miniconferencia de lo que se va a interpretar, al menos como acervo informativo que les sirva de cultura general. Tengo nueve facultades a mi cargo y hemos hecho programas de Ray Charles, Freddy Mercury, Michel Jackson o El extraño mundo de Jack y cuando se llegan fechas como navidad les pongo villancicos o les digo: ahí les va Händel, entre otros compositores, y lo tienen que cantar.

Eso ha sido una forma de elevar el nivel vocal y musical de los muchachos, aunque no se dediquen a la música. Saben por lo menos descifrar medianamente una partitura, algunos otros lograron insertarse en producciones de Ocesa o abrieron una productora. Ésa ha sido un poco mi aportación.

—Desde hace más de cinco años, eres parte de Solistas Ensamble. ¿Puedes hablarme de tu participación con ese grupo del INBA?

Es un trabajo padrísimo. Llegué gracias al maestro Xavier Ribes, quien me conoció, escuchó y audicionó para entrar, porque ese era el requisito además de leer a primera vista. Me quedé y ha sido muy afortunado para mí, porque el grupo es como una gran familia donde todos tienen muchas ganas de trabajar. Las decisiones se toman entre todos, igual que los programas que interpretamos.

Me he sentido muy cómoda y satisfecha en estos años, porque siento que he tenido un gran crecimiento como artista. Me gusta la misión de llevar el arte a todos lados en las giras del grupo, de no solamente hacer conciertos y ópera en el Palacio de Bellas Artes donde tenemos una sede. Presentar programas diferentes de forma continua es un crecimiento y un reto muy grande que valoro mucho, porque estacionarme me genera conflicto. La posibilidad que me brinda Solistas Ensamble de hacer zarzuela, oratorio, opereta, repertorio mexicano y ópera me genera muchas satisfacciones porque no me estaciono.

Además, el grupo tiene como misión rescatar a los compositores mexicanos que tuvieron obra importante, que se interpretó alguna vez y después se guardó en algún lugar. Por eso Solistas Ensamble cuando se encuentra una partitura o sabe de un director que tiene repertorio que hay que rescatar automáticamente dice: sí, y lo hacemos. Eso es algo que me gusta, porque no todo pueden ser los highlights. Hay música que vale la pena de ser rescatada para volver a escucharla.

—Desde que estabas en aquella bañera en Cuba hasta este momento, ¿cuál dirías que es rol de la música en tu vida?

El más importante. Tanto así que en cualquier estado emocional necesito escuchar música, necesito hacerla como una catarsis en mi vida. Y se volvió todavía más importante porque he hecho que mi pequeño hijo Santiago la adore también. Entonces él se vuelve como una notita más en la partitura de mi vida, donde sólo existe la música y mi hijo. Por el momento, no tengo espacio para nada más. Son mis dos ocupaciones primordiales: ser músico y ser mamá. Y las dos las disfruto tanto que me siento en el paraíso.

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